Tres preguntas heroicas en la
búsqueda de sentido
Los tiempos que corren están
caracterizados por la falta de estructuras, por la instantaneidad, la ausencia de
compromisos estables y duraderos, como diría el sociólogo Bauman, son tiempos
de amores líquidos; estamos atravesando lo que llama la modernidad líquida.
Reflexionando filosóficamente,
el agua como elemento puede provenir del cielo brindando la posibilidad de
nueva vida al caer sobre la tierra; puede encontrar un cauce y convertirse en río llegando al mar, o encontrar un lago en el camino.
En todos los casos, el agua
necesita de una dirección clara y precisa. Hoy, en épocas de liquidez, por esta
carencia de estabilidades bien definidas, más nos parecemos a un charco de agua
derramado sobre una mesa de espejo. Permanecemos sin forma concreta, estancos,
confusos, indefinidos. Pues decir que como sociedad nos vamos transformando
espontánea y aleatoriamente “hacia donde surja”, en realidad podría estar escondiendo
que olvidamos hacia dónde ir, que en realidad lo desconocemos.
Si nos remontamos a lo clásico,
que se vuelve clásico por trascender el tiempo y acercarse a lo atemporal, las
escuelas de filosofía entendían que uno de los principales roles del ser humano
como tal, se encuentra en el desarrollo de la virtud; en la práctica de valores
humanos y trascendentes.
Por eso las grandes
civilizaciones se focalizaron en aprender a convivir y desarrollar una cultura
que hiciera las veces de escuela para aprender a vivir; un lugar donde uno
pudiera experimentar y poner en práctica lo aprendido teóricamente, dotándolo
de comprensión. Acercándose así al entendimiento de las leyes que regulan a la
naturaleza, a la sociedad en su conjunto y a cada uno de sus individuos.
Pero la convivencia demanda
poner en práctica numerosas virtudes: tolerancia, humildad, respeto, paciencia,
entre muchas otras. Y el desarrollo de la virtud es el punto que unifica a
todos los filósofos y pensadores naturales de los que tengamos registro:
Aristóteles, Buda, Confucio, Platón, Marco Aurelio, el Inca Pachacutec…
La virtud, para ser
desarrollada, requiere que uno emprenda una guerra de dos filos, uno externo y
uno interno. Las batallas más duras se dan dentro de uno mismo contra los
miedos y defectos; uno vencería en la medida que pueda poner en práctica, como
resultado, conductas verdaderamente humanas hacia afuera. Poder poner en
práctica las virtudes y aprender a convivir, sabiendo que cada uno de nosotros
está en una batalla constante, de las que a veces salimos victorioso y a veces
nos retorcemos tras la caída, demanda una actitud inegoista.
En las mitologías de todos los
pueblos existe un modelo ideal de ser humano, un arquetipo que les inspiraba
representando el ejemplo a seguir: el símbolo del héroe. Así Herakles en
Grecia, Hércules en Roma, Gilgamesh en Mesopotamia, Arjuna en India, el Rey
Arturo en Europa, Frodo, Don Quijote…¿tal vez Besouro Cordão de Ouro?
El héroe se caracterizaba por
tener habilidades desarrolladas puestas en práctica para el bien de la comunidad
en que vivían. Destruir a los monstruos, emprender largos viajes, derrocar
tiranías, darle movimiento y sentido a la historia, eran logros de estos
personajes, que nunca tenían al egoísmo como base. Las obras del héroe
unificaban a los pueblos, aportaban a la convivencia y dotaban de identidad.
Pero en estas épocas nebulosas,
la inestabilidad con la que se atraviesan los días nos vuelve temerosos, y el
miedo nos vuelve egoístas. A las inseguridades en vez de darles lucha, las
tapamos muchas veces con el materialismo y todo tipo de consumos. Este círculo
vicioso va calando más profundo en cada ciclo, y nuestras acciones en vez de
ser en pos de valores humanos, son en pos del individualismo.
Queremos tener más dinero, poder
comprar más objetos, ser reconocidos todo el tiempo, tener la razón y darles
satisfacción a todos nuestros impulsos, por más animales que sean. De esta
manera nuestro foco se intensifica sobre nosotros mismos y nos aislamos del
resto; tanta luz sobre uno incandila y desorienta. No sabemos bien qué queremos
hacer de nuestra vida; no sabemos cómo huir de los problemas; poco conocemos
nuestros defectos, y adquirimos un escaso conocimiento de nuestras habilidades.
Afortunadamente, parafraseando
a Platón, no hay persona tan cobarde que el amor no haga valiente y transforme
en héroe. En estos momentos que nuestra identidad como pueblos también no es
nebulosa, todo podemos convertirnos un poquito en héroes en nuestra vida
cotidiana. Y una manera es hacernos preguntas, reflexionar y ponernos en
acción.
El ser humano desde su
surgimiento como tal, tiene la capacidad de hacerse preguntas. En la búsqueda
de soluciones prácticas para el día a día, al comenzar una actividad, o al emprender
la aventura de realizar un sueño, hay tres preguntas que podemos hacernos y nos
aportarán algo de luz ante las incertidumbres. ¿Qué?, ¿por qué? Y ¿Para qué? Se
vuelven casi palabras mágicas.
Preguntarnos qué estamos por
hacer, nos focaliza y nos permite concentrarnos en una actividad, organizarla;
nos hace saber que no estamos viviendo bajo la inercia, si no que estamos
conduciendo -bien o mal- nuestra personalidad.
También tendremos que descubrir
por qué lo estamos por hacer. Esta segunda respuesta nos acerca a entender cuál
es la necesidad; a dónde es necesario que yo actúe y en qué modo.
Finalmente, el para qué, nos va
a traer la respuesta a cuál es el fin de mis deseos. Esto nos puede recordar a
las enseñanzas de los estoicos, cuando hablaban que el universo evoluciona a
través de dos fuerzas: la necesidad y la finalidad. Todo ocurre porque es
necesario que así sea, y todas las cosas buscan un mismo fin.
Si el objetivo del ser humano
es aprender a desarrollar las virtudes, claro está que nuestras acciones deben
ir en esa dirección. Si lo que vamos a emprender está sustentado en deseos
egoístas o está impulsado por nuestros miedos, seguro va a decantar en que nos
separemos y alejemos de las personas. Si nuestros pensamientos, emociones y
acciones se dirigen hacia la práctica de los valores humanos, es más probable
que una mejor convivencia pueda alcanzarse. Si creemos en las palabras del
filósofo Confucio: una sociedad será mejor, en la medida que cada uno de
sus ciudadanos sea mejor. Y con mejor me refiero a ser coherente, íntegro,
humano (y no una piedra, un vegetal o un animal).
Ser conscientes de nuestros
actos (y para eso pueden ayudar las preguntas), experimentar la vida,
reflexionar sobre nuestras experiencias puede hacer que nos sintamos más seguros,
más unidos a los demás y a la naturaleza. Saber responder a los qué, a los por
qué y a los para qué, nos ayuda a despejar la niebla de la duda y a recobrar
claridad, ya que “ningún viento le es favorable al barco que no sabe a qué
puerto se dirige” comentaba Séneca por el siglo I de nuestra era. Rastrear el
¿qué?, el ¿por qué?, y el ¿para qué?, bucear buscando el sentido de las cosas,
en estos tiempos puede convertirse en un acto heroico.
Creo profundamente que podemos
recuperar el sentido de orientación como sociedad, siempre que podamos
recuperarlo en nosotros mismos. Sólo necesitamos voluntad para
emprenderlo y continuarlo; amor para alimentarnos e inteligencia
para concretarlo y superar las barreras que nos distancian a unos de otros.
Franco P. Soffietti
Besouro the best
ResponderExcluir❤️ muuy bueno!
ResponderExcluirGratificante este texto 👏👏
ResponderExcluirExcelente!!
ResponderExcluir