Mayas, toltecas, aztecas o incas, solo por mencionar las más conocidas, enfrentaban la vida sabiendo que esta era un campo para librar batallas y adquirir experiencias. Recolectar vivencias que permitieran fortalecer las alas del alma (pues la representaban con el colibrí, la mariposa, el águila o el cóndor) y emprender un vuelo de regreso al Sol una vez desencarnadas.
La cultura configuraba las experiencias personales y compartidas, las encausaba y daba sentido. La tradición, como si de un hilo dorado se tratara, era transmitida por los mayores -aquellos que habían atesorado vivencias trascendentales- a los nuevos brotes de la sociedad; para que estos crecieran y dejaran frutos al pueblo, a las nuevas generaciones. Se hilaba así la memoria de los pueblos, que conformaba su propia historia. Una historia vivida en la tierra pero con miras en el cielo; una historia escrita en este mundo "ilusorio y pasajero", pero cuyas palabras eran la voz de lo divino. Se vivía en la civilización gracias a los antecesores y por ellos se debía mejorar el mundo... por los que venían.
Así, con esta introducción, hoy les comparto un pequeño poema de Nezahualcóyotl, el poeta azteca.
Recuerdo que dejo
¿Con qué he de irme?
¿Nada dejaré en pos de mi sobre la tierra?
¿Cómo ha de actuar mi corazón?
¿Acaso en vano venimos a vivir,
a brotar sobre la tierra?
Dejemos al menos flores
Dejemos al menos cantos.
¿Podremos hoy nosotros dejar al menos flores y al menos cantos para hacer de este un mundo nuevo y mejor?
Franco P. Soffietti
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